domingo, 13 de septiembre de 2009

Las Crónicas del Sochantre

Hay libros que cautivan por su calidez humana, su sencillez, su imaginación, su pausada pero fluida escritura, su melancólico tono, su densa y clara singladura, su perfecta consonancia entre la voz que parla y la letra que eterniza.
Ese libro, entre otros, es la novela de Álvaro Cunqueiro, Las Crónicas del Sochantre, excepcional historia del sochantre de una iglesia, Charles Anne Guenolé Mathieu de Crozon, que va, según noticia de Cunqueiro, desde el año mil setecientos noventa y tres a mil setecientos noventa y siete, lapso en que el racionero es llevado por un grupo de fantasmas para tocar el bombardino, mientras dure el desolado trajinar buscando la hora de su definitivo reposo.
Y allí van los ajusticiados contando sus historias, en una mezcla fascinante de vida y muerte, en las que aparecen los triviales motivos, las mezquinas asechanzas, los sombríos afanes, los dolorosos arrepentimientos, la vanidad de la vida, en suma; y el despertar y la conciencia de su vagar sin sentido, que, finalmente, como dice el cadáver de Madame Clarina de Saint Vast, la de vagorosos ojos verdes, de quien se enamoró el ingenuo sochantre, quería sólo dormir, dormir, dormir.
Dulce es la palabra de Cunqueiro, de brillante y precisa adjetivación. Su historia podría ser barroca pero no evasiva, pues el hecho de ser una poética fuera de la realidad cotidiana, no es sino, por antítesis, un poderoso testimonio de la cotidianeidad trágica de sus personajes, una reflexión profunda sobre la vida, una síntesis del vivir muriendo o del morir viviendo, que al final, sin equívocos, es la misma baza que nos alimenta y nos desangra.
Hermosísima es la breve recreación de Romeo y Julieta, muy original la puesta en escena de la trágica belleza de un amor fantasmal: el amor trae la muerte, la muerte da carne al amor, por ello se vive intensa y socorridamente sus afanosos menesteres, porque pronto la muerte lo troncha y la desdeña a mancebía, porque el amor trae "la peste en los huesos".
Ah los muertos que hablan de la vida, la simulación mortal de los muertos sobre la vida. Historias de amor quebrado, frustrado, equivocado; de ambiciones desesperadas, de sueños rotos, de ardorosas esperanzas. La infinita tristeza de no vivir más o de vivir siempre para no morir. O el dormir para no soñar o el despertar tembloroso, sabiendo que sí, que estás vivo, pero que no puedes vivir entre los vivos, y otra vez el empeño de no dormir para no atormentarte, pero saber que sólo el sueño te quita el tormento del diario vivir.
Grande Cunqueiro, grande tu imaginación, tu amor por la vida, por el ser humano, que hasta en su fantasmal efluvio te manifiesta su amable condición. No en vano, el sencillo sochantre, tembloroso en el peregrinar junto a la mujer, de la cual pides nos acordemos de la "verde vaguedad de sus ojos", según tú mismo, Álvaro, aquel músico "cuando estaba a punto de morir, mandó que le trajeran una manzana de su pomarada y la olió, y después pidió el bombardino, para despedirse de amigo tan constante, un tres cuartos italiano tan humano de embocadura, y lo besó en ella, y al besarlo se le fue el último aliento."
Manzana, botón de la tierra que cubría la tumba de la fantasmal mujer que anhelaba dormir, sólo dormir, y que expresaba así su amor al pasmado sochantre antes de ese definitivo sueño. Amor que alimenta todo lo viviente, en una deslumbrante unidad que no horroriza sino que da sentido a nuestro perentorio vivir.

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